EL AYUDADOR (Un relato breve de mi autoria)
A diario tomo uno o dos trenes. Generalmente, cuando son
dos, cada uno es de una línea distinta; por ejemplo del Sarmiento y del Roca.
También podría ser el Mitre y el San Martín o el Urquiza y el Belgrano Sur,
cualquiera.
Además, no los tomo siempre en el mismo horario.
Con esto estoy declarando, para cualquiera que sepa
entender, que no se trata de un periplo al que me obliga algún compromiso
laboral, alguna changa, una visita cotidiana a un familiar o amigo.
No. No. No.
Se trata simplemente de una diaria costumbre de sumarme a esas multitudes que
van o vienen a sus trabajos, a sus irrenunciables obligaciones.
Yo, en cambio, no estoy obligado a nada. Soy libre. Puedo
elegir no hacerlo. Puedo elegir quedarme en mi casa y ver la tele, leer un
libro, dormir y qué sé yo cuántas cosas más.
Pero sucede que algo pasa cuando me encuentro con esa
gente, cuando veo sus caras, cuando leo sus gestos y sus ojos.
Hay en todos ellos, en su gran mayoría, rostros plagados
de resignación, ojos tristes, miradas cansadas de estar buscando constantemente
una salida y no encontrarla jamás.
Son como robots que van y vienen a sus labores, día tras
día, sin poder elegir un destino diferente.
Y esa suerte mala, esa fatal realidad, me gusta.
No se trata de que soy feliz con la infelicidad de ellos.
No, Dios me libre de ese tipo de sentimientos. De ninguna manera.
Mi “me gusta” va en el sentido que me resulta maravilloso
poder ver en esas masas trabajadoras, una situación de esclavitud disfrazada de
libertad que no veía cuando yo también era parte de ellas.
Ahora es distinto.
Ahora, como ya dije antes, no estoy obligado a moverme
para ir a trabajar.
Ahora me dieron el premio consuelo reservado para el ejército de ciudadanos de
baja categoría que entregan su vitalidad, juventud y horas de vida al servicio
de empresas de la más variada gama.
Ahora me mantengo con ese hueso que me hicieron pagar durante duros años, con
esa limosna que los poderosos arrojan en el jarro de los mendigos para que
sigan andando por un tiempo, eso que llaman jubilación.
Y permítaseme una acotación totalmente necesaria.
La palabra “jubilación” proviene del griego “iobalaios” que le confiere al
verbo jubilarse un significado sin duda vinculante a la actual situación.
Resulta que la iglesia cristiana a través del Papa
concedía cada 25 años una indulgencia plena para todos los pecados (creo que ya
no lo hace). Se le llamaba “jubileo”.
En ese sentido guardaba un tinte de alegría: la carga que supone ser pecador
era aliviada.
Pero no estoy escribiendo esto para darme ínfulas de conocedor de etimologías
(que me encantan) ni de historia.
Me basta con saber que soy una persona muy culta, que
supo hacerse el tiempo necesario para leer más de lo que el sistema permite y
procura evitar derivando a los ciudadanos a entretenimientos vanos, a la
holgazanería durante las pocas horas que les deja libre.
¡Ay, Dios! Perdón por dispersarme.
Puntualmente, damas y caballeros, ¿los han jubilado?, entonces han sido
alcanzados por un jubileo.
¡Sean felices!
Sus miserables años de trabajo ahora son compensados por magras jubilaciones
para que sobrevivan durante el escaso tiempo y la declinante salud que les
queda.
El método de gobierno de las poderosas minorías sobre los
casi ocho mil millones de habitantes del planeta, se caga en todos ustedes.
Y agradezcan las migajas allí, en los pocos lugares del mundo donde aún las
reciben.
Llegará el tiempo en que dejarán de existir, llegará el momento en que será
lícito matarlos y bajar costos.
Y me veo obligado a salir otra vez del motivo principal
de mi relato, aunque en realidad me parece que favorece porque amplia el marco
referencial que, de algún modo, ha sido el motor de mi línea de acción en este
tiempo.
¿Se han dado cuenta que los poderosos no se jubilan?
¿Se imaginan acaso que las dos familias más ricas del mundo, con apellido
comenzado con “R”, por ejemplo, estén preocupadas por cómo llegaran al final de
sus días?
¿Se los imaginan preguntándose de cuánto será su pensión?
Ellos tienen suficiente para sí mismos y para sus futuras generaciones.
Y tú les has aportado, lo sepas o no, algo de tu vida a favor de ellos. Los has
ayuda con tu granito de arena a solventar su fortuna.
¡Pobres los pobres!
Por eso viajo casi a diario en trenes y también
colectivos junto a las mansas masas trabajadoras para intentar liberarlas de su
dolor con mi humilde pero eficaz aporte.
Hoy, justamente hoy, tuve la triste ocasión de escuchar a
un hombre notoriamente pobre, con sucia ropa de trabajo y un bolso
deshilachado, comentándole a otro que se acababa de quedar sin changa; que otra
vez debía empezar a recorrer las obras (quizá debiera decir “sobras”) para
encontrar algún trabajito por miserables monedas.
Esa es la vida de muchos, la violenta cotidianeidad
presente en la vida de aquellos que han nacido para ser explotados.
Y es allí, lo comprendí hace un tiempo, donde hago falta para darle alivio a la
frustración, para subsanar esta injusticia, para ponerle fin a los malos tragos
que la vida, la mala vida, ha destinado a estas pobres personas.
Eso me obliga a viajar lejos de mi hogar y hacerme amigo
de un alma elegida no al azar sino luego de una minuciosa observación, de una
intencional búsqueda de conversación para interiorizarme de su vida, para
ganarme su afecto y llevar a cabo la sanación.
Puede llevarme un par de días, pero vale la pena darme
tiempo para llevar la paz no solo a esa persona sino, en cuanto fuera
necesario, a toda su familia.
Cada día se hace más necesario en las personas ser
escuchadas, poder descargar sus amarguras en un tercero que les preste su oído
desinteresado, sentir que a alguien le interesa su dolor y más aún alimentar la
secreta esperanza de recibir una ayuda inesperada.
Y cuando la relación alcanzó el punto justo, ya con la
confianza ganada, solo resta un acto generoso e inesperado que lo sorprenda.
Entonces alcanza con realizar una compra más o menos generosa de empanadas (son
mis preferidas) y aparecer en la casa de los dolientes, poco antes que el sol
se ponga, y dejar en sus manos una comida que llenará sus famélicos estómagos,
cansados de noches de mate cocido y pan duro, una comida que le dará sosiego a
su hambre y pondrá fin a sus días de tristeza, de inalcanzable felicidad. Una
cena con la pócima necesaria para alcanzar el merecido descanso a sus vidas.
Daniel
Adrián Madeiro
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